miércoles, 14 de enero de 2009

Un caso familiar (2)


Un caso familiar (2)


Jorge Sarquís


Ya en el patio del palacio municipal Mariano descendió de la camioneta y caminó por el estrecho y oscuro pasillo hasta las escaleras que llevaban a la oficina de la presidencia; se disponía a subir, pero lo pensó un instante; recordando que las celdas para los detenidos se hallaban por fuera a espaldas del palacio, decidió que sería conveniente ver al trabajador antes de hablar con cualquier autoridad, giró sobre sus talones y regresó al patio. Un policía vigilaba las tres celdas. -Buenos días, -lo saludó cortésmente -¿Aquí tienen a Juvenal? Sin decir palabra, el guardia apuntó hacia la celda de en medio. Mariano se acercó a la puerta; parado de puntillas se sujetó de las barras de la rejilla y se asomó; la celda estaba oscura, pues el sol de la mañana no alcanzaba a iluminar mucho la parte posterior del edificio, así que la luz dentro de la celda era muy escasa; era pequeña, quizá de tres metros por lado, el piso de tierra y una altura de dos metros veinte. En la penumbra, alcanzó a percibir la silueta del reo de espaldas a la puerta.
-Buenos días Juvenal, -lo saludo cordialmente.
-Buenas inge, -respondió con desgano el preso.
-¿Qué pasó? ¿Por qué lo encerraron? Después de unos segundos se escuchó como un susurro la voz grave del recio peón, -¡por ojetes!
-Juvenal, sea lo que sea, puede decírmelo, estoy aquí para ayudarlo; necesita contarme qué pasó porque voy a ver al profesor Grajales ahora mismo.
-Dígale que chingue su madre.
-No empeore las cosas, el presidente es el único que puede dejarlo salir.
-¡Me vale madre si me dejan aquí!, -reviró con violencia.
-Eso no puede ser, si no sale pronto hasta el trabajo arriesga.
-¿Tú también te pones en mi contra inge?
-Oiga, yo vengo a ayudarlo, ¿cómo cree que voy a querer perjudicarlo? Si no me cuenta las cosas, no puedo hacer nada. Mejor confíe en mí y déjese ayudar.
Juvenal guardó silencio, Mariano comprendió que debía tratarse de algo muy serio y no insistió más; se retiró de la puerta, volvió por el pasillo hasta la vieja escalera de cantera y subió a la oficina de la presidencia. Esta vez no se detuvo ante el desgastado mural donde el rostro oscuro y apesadumbrado del General Zapata parecía un sol por encima del mismo pueblo que fuera su cuartel del catorce al dieciocho, representado en el burdo mural como escenario de una cruenta batalla contra fuerzas carrancistas que muchos aún recordaban.
En la recepción unas doce personas sentadas y otras tantas de pié, esperaban seguramente su turno para entrevistarse con el presidente. Se acercó hasta el escritorio de la secretaria, una joven de cabello negro, largo y ondulado, recogido con una pinza por atrás, abultado arriba de la nuca como nube de aguacero. Sus facciones eran finas, excepto por los carnosos labios que acentuaban su sensualidad. No parecía lugareña; la tez clara, los brazos largos y delgados; usaba una falda breve, ceñida al cuerpo; sus piernas eran las de una modelo, pensó Mariano; la blusa escotada de seda y sin mangas realzaba un busto que, para su gusto, distaba muy poco de ser del tamaño y la forma perfectos. Ella no lo vio, ocupada como estaba en decorar lo que parecía un cartel que anunciaba un evento auspiciado por el ayuntamiento. -Clarita, ¿cómo está usted? ¿Se encuentra el profe? -preguntó un poco ansioso a la joven secretaria del profesor Austreberto Grajales.
-¡Ingeniero, buenos días; qué gusto saludarlo!, -dijo ella prolongando cada palabra para darse a sí misma tiempo de repasar de pies a cabeza la figura que tenía en frente- Ay, usted sí que se hace del rogar, mi jefe tanto que lo aprecia y usted es un desatento que nunca nos visita, -le reclamó provocativa- de seguro se cree usted mucho, dijo sonriendo con cierta coquetería que cualquier otro día habría resultado irresistible, pero Mariano estaba preocupado.
-¡Ay Clarita! Le ruego que me disculpe la patanería, pero me urge ver al jefe, ¿podrá recibirme? Tienen a uno de los trabajadores encerrado, seguro se lo ganó por ebrio y escandaloso, -bromeó buscando parecer agradable a Clara- ayúdeme usted por favor.
Clara levantó el auricular sin dejar de ver a Mariano directo a los ojos.
–Profesor, ya está aquí el ingeniero Álvarez. Sí señor, enseguida. ¿No le digo?, -reclamó fingiendo enojo mientras colgaba el auricular- ¡ándele, pásele que lo espera! Mariano agradeció con una leve reverencia y un tímido guiño del ojo que ella no tardó en devolver.
Esa mañana en su oficina el profesor Grajales no era el mismo de siempre. De complexión mediana, casi robusta, parecía más alto de lo que en realidad era. Tenía cuarenta y dos años, pero a causa de un rostro arrugado prematuramente por el sol del Sur, el grueso bigote y la incipiente calvicie, aparentaba diez años más. Maestro rural graduado de la Normal de Cuernavaca, Austreberto Grajales era oriundo de la cabecera municipal. Desde sus años en la Normal sabía que no ejercería la profesión por mucho tiempo: se había propuesto perseguir una carrera política, comenzando por la presidencial municipal a la brevedad. Conocía bien su pueblo y todo el estado, el cual ya había recorrido tres veces como operador político del partido durante las últimas campañas para la gubernatura. De una gran intuición, hábil, sagaz y de extraordinaria facilidad de palabra, Austreberto podía oler las oportunidades políticas donde las hubiera y estaba entrenado para sacarles provecho; no por nada era ya presidente municipal de su pueblo, con perspectivas a ocupar un escaño en la legislatura local para el siguiente trienio y otro más en el congreso federal tres años más tarde.
Efectivamente, el alcalde esperaba ansioso la llegada de su invitado. Su cotidiano entusiasmo parecía desbordado -¡Ingeniero, amigo mío!, -exclamó levantándose para acercarse a estrechar su mano en un apretón que a Mariano pareció de amistad genuina y que él trató de corresponder acompañándolo de una sonrisa amable y un brevísimo buenos días, mientras se dejaba conducir por el presidente a un sillón de frente al escritorio- no sabe qué gusto me da saludarlo, -agregó mientras volvía a su asiento- gracias por acudir a mi convocatoria y disculpe que tenga que distraerlo de sus quehaceres; yo sé que usted es una persona sumamente ocupada y muy responsable de sus deberes. Mariano se atrevió a interrumpir al alcalde:
- No se preocupe señor presidente, al contrario, le agradezco que me llamara, dígame, ¿de qué se trata?, estoy enterado de que uno de nuestros trabajadores se encuentra preso. La puerta se abrió y entró Clara con una charola con todo listo para servir café
- Así es mi amigo, tuvimos que encerrar a Juvenal Ortiz anoche por la denuncia que presentó contra él su hermana, Gudelia Ortiz, por las heridas que el perro de Juvenal le provocó a su hija. La cosa es seria Ingeniero, la chiquilla está en el hospital del Seguro con laceraciones por todo el cuerpo y corre el riesgo de perder la pierna izquierda; si no llega a tiempo el marido, el perro acaba con la pobre niña. Atónito, Mariano se recargó sobre el respaldo del sillón mirando boquiabierto al profesor -¡Pero qué barbaridad!, -exclamó finalmente.
–Eso no es todo ingeniero, -prosiguió el presidente- el marido quiso machetear al perro, pero para entonces ya Juvenal también había salido de su casa y se agarraron a machetazos;
–¡Mi Madre! -Mariano sintió que la sangre se helaba en sus venas, expectante apretó las manos sobre los descansabrazos del sillón.
–No se alarme, no se dieron muchos y no pasó a mayores porque el viejo Juvenal también salió, pero con su rifle; echó un par de tiros al aire y metió orden.
En efecto, el anciano había presenciado casi todo el drama desde su casa y aún antes de los machetazos, había salido con su viejo rifle de cacería. -¡Qué bueno que todavía haiga machos listos a matarse pecho a pecho!, -les gritó con voz quebrada después de que los disparos de su rifle paralizaran a todos- ¡pero en mi casa no cabrones! ¡Lárguense a matarse en el cerro si no quieren que me los chingue a los dos! La taza de café que le extendía Clara le devolvió al presente; ella le sonreía, aparentemente indiferente por completo al caso.

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