jueves, 22 de enero de 2009

Un caso familiar (3)

Un caso familiar (3)

Jorge Sarquís


El alcalde continuó su exposición: -En mi pueblo esas cosas no son tan extraordinarias como le pueden parecer a usted Mariano y nosotros como autoridad debemos sencillamente resolverlas del mejor modo cuando se presentan. Mariano era todo oídos. -Yo creo Ingeniero, que aquí, salvo su mejor opinión, debemos ir a la raíz del problema.
–Y ¿cuál cree usted que sea esa?, preguntó Mariano, no sin cierto temor de escuchar la respuesta.
- El problema es el viejo Juvenal, sentenció escuetamente el presidente. Mariano no alcanzaba a ver cómo un anciano de noventa años podía ser la causa del ataque de un perro vuelto loco, sobre una niña de once, pero prudentemente permaneció callado en espera de más información. Grajales se puso de pié y caminó hacia la ventana; el sol resplandecía de frente y Mariano no pudo acompañar al presidente con la mirada, cegado por la luz; optó por un pequeño sorbo a su café. De espaldas a la ventana, la silueta de Austreberto, iluminada por el sol radiante resultó en un extraño efecto fantasmagórico que contribuyó no poco a la profunda impresión que causaron en el ingeniero las palabras que escuchó enseguida: -Mariano, el viejo Juvenal tendrá que morir un día no lejano. Su interlocutor intuyó que debía corroborar ese juicio y agregó en tono reflexivo: -como todos, profesor, de eso nadie se escapa. El profesor se impacientó y en tres pasos estuvo lo suficientemente cerca de Mariano para preguntarle a la cara: -¿pero cree usted que sea lógico o justo que una niña de once años muera a mordidas de perro antes que su abuelo de noventa muera porque le llegó la hora? Mariano se apresuró a coincidir enfático: -no es lo más natural profe. -¡Por supuesto que no ingeniero!, arrebató Grajales sin esperar más. -El viejo se ha negado a escriturar a nombre de sus hijos los terrenos donde han construido sus casas, se los repartió de palabra así nomás hace diez o quince años cuando se le casaron; me imagino que entonces quería tenerlos cerca, porque todo es el mismo terreno que a él le tocó como premio por sus hazañas durante la revolución. Grajales hizo una pausa, se dirigió nuevamente hacia la ventana y mirando afuera prosiguió en un tono tal, que Mariano no dudó del profundo respeto que al presidente municipal le inspiraban sus propias palabras:
-El mismísimo General Zapata se lo regaló. La gente del pueblo lo quiere y respeta porque todos han escuchado a sus padres y a otros veteranos hablar del viejo Juvenal y lo bragado que siempre fue. ¡Por Dios, no tenía veinte años cuando ya andaba entre los balazos! En más de una ocasión, gracias a su arrojo y al de sus hombres no cayó el cuartel cuando vinieron los maderistas primero y los carrancistas después, a tratar de someter al Ejército del Sur. Dicen que se salvó de morir junto al Jefe en Chinameca nomás porque días antes, parapetándose en el campanario de la iglesia durante un ataque de los federales al pueblo, uno de los balazos que todavía se pueden distinguir ahí, no lo mató, pero sí le mandó fragmentos de pared a los ojos que lo cegaron por varios días. El viejo aún atesora con nostalgia y orgullo las últimas palabras que le escuchó al Jefe, cuando pasó a saludarlo a la enfermería antes de partir a la cita con su cruel destino: “Cuídate Juvenal, el Ejército del Sur tiene pocos tan valientes como tú”. No muchos, luego de algún largo e infructuoso intento del pobre hombre por ahogar el recuerdo de todo aquello en aguardiente, lo han oído quejarse en el tono más amargo y triste: ¡Cómo no me morí ese mismito día con mi Jefe Zapata!
Grajales hizo una breve pausa en su relato para tomar un poco de café y percatarse de que Mariano lo escuchaba con toda su atención. -Quedó viudo hace cuarenta años. La esposa murió cuando dio a luz a Gudelia, ella dice que por eso nunca la quiso; personalmente lo dudo. Con lo que dicen los viejos que se parece a su madre, él no habría podido olvidar a la difunta ni haciendo su mejor esfuerzo; y la amó tanto, que seguramente debe estar agradecido con la hija por lo mucho que le recuerda a la esposa. Para mí que nuestro Juvenal probablemente le ha metido ideas en la cabeza para ver si ella se harta y se va; así el habrá logrado quedarse con el terreno de la hermana. Porque a lo mejor usted no lo sabe ingeniero, pero Juvenal hijo ¡es un hijo de su….! Lo conozco bien; hasta donde él alcanzó a llegar en la primaria fuimos juntos a la escuela; ya era violento cuando niño. No podemos permitirle que vaya a ocasionar algún daño Mariano, usted puede ayudarme a impedírselo. Mariano puso la taza del café sobre el escritorio.
-¿Le molesta si fumo señor, preguntó respetuosamente al tiempo que cruzaba la pierna y ofrecía a Grajales un cigarrillo.
–Adelante ingeniero, concedió su anfitrión.
–Profesor, -comenzó Mariano al tiempo que encendía el cigarro y aspiraba la primera bocanada de humo- me consta lo violento de carácter que puede ser Juvenal; lo he padecido en carne propia, -agregó con el dibujo de una sonrisa que no pretendía ironía alguna- sin embargo, soy sólo su empleador y como tal, mi deber no puede rebasar el respeto propio y la vigilancia al cumplimiento que debo a sus derechos laborales por parte de los demás; no veo cómo puedo ayudar…
-Usted puede hacer mucho -adelantó el presidente antes de que Mariano pudiera terminar la frase.
-Él espera que yo lo ayude, que interceda por él -alcanzó a interponer.
El profesor caminó en actitud meditativa con los brazos sobre la espalda y los puños entrelazados hasta detenerse frente a Mariano con una mirada de pleno convencimiento:
-En efecto, es de suponerse y así se lo haré saber ahora mismo, incluso le diré que, porque usted me lo pidió, lo dejo ir con dos condiciones que usted ha aceptado: en primer lugar, él responderá por todos los gastos médicos; creo que para eso no habrá ningún problema en que el Centro lo apoye; en segundo lugar, se compromete a reunirse con su hermana y su padre ante el juez de paz para llegar todos a un acuerdo y lograr que el viejo firme su testamento. Sólo así se resolverán éste y futuros conflictos.
-¿Cree que acepte?
-Lo hará, no es tonto; sabe que está en desventaja. Tengo mucho interés en poner con esto un ejemplo a todo el pueblo; hay muchos viejos como el padre de Juvenal, los conozco a todos, se niegan a poner las cosas en claro para tener a los hijos bajo su autoridad, peleando entre sí a ver quién tiene más contento al viejo con la esperanza de obtener la mayor parte de lo pueda dejar al morir. El ayuntamiento se beneficiaría mucho con la regularización de todos esos predios por el simple hecho de que se ampliaría la base de los contribuyentes del impuesto predial, amén de los ingresos que genere el propio proceso ante el registro público de la propiedad y las contribuciones para la ampliación de la red de servicios públicos. Ese es el círculo virtuoso Ingeniero.
Mariano meditó la propuesta brevemente. La interpretación descarnada que acababa de escuchar parecía suficientemente plausible, por otra parte, calculó que todos en la estación se enterarían de su papel en la liberación de Juvenal, lo cual, sin duda, le brindaba la oportunidad de redimirse ante los trabajadores por el agravio de haberlos delatado, cuando menos ante el propio Juvenal. Decidido a no desaprovecharla se puso de pié y con absoluta entrega le aseguró al alcalde: -De acuerdo profesor, cuente conmigo. Grajales levantó el auricular, -Julián, ponle las esposas a Juvenal y tráetelo a mi oficina ahora mismo -ordenó al comandante de la policía municipal y sin más colgó. Se reclinó sobre el respaldo del sillón al tiempo que se llevaba las manos a la cara y sonrió complacido. –¿Cómo piensa convencer a las otras partes?, preguntó Mariano. La respuesta no se hizo esperar: –No será fácil, el viejo es mañoso pero entrará en razón; en todo caso, creo que podría resultar más difícil convencer a Gudelia, sobre todo porque el marido estuvo inmiscuido directamente y ya imagino lo que habrán hablado, por eso mismo no vamos a invitarlo, ni permitiremos que se meta, eso lo acuerdo con el juez. La puerta se abrió y entró Clara.
-¿Más café?, preguntó a uno y otro.
–No para mí, gracias, se adelantó Mariano.
-A mí tráeme dos alka-seltzers y medio vaso de agua, mija. ¡Me están matando las agruras! -se quejó Grajales llevándose las manos al vientre.
– ¡Ay profesor, le puse una caja nueva apenas anteayer! ¿Ya se los acabó? Grajales abrió uno tras otro los cajones de su escritorio.
– Aquí no hay nada -reclamó él.
- ¡Hombres! Nunca encuentran nada, pueden tener las cosas frente a las narices y no las ven, si fuera un alacrán ya estuviera usted bien muerto jefe -contestó ella sacando de entre unos papeles sobre el escritorio la caja buscada.
-¡Pues también me tienes este escritorio hecho un cochinero! ¿Cuántas veces tengo que pedirte que pongas orden muchacha, ¡con un demonio¡
-Pues traiga a su esposa a que le haga limpieza, yo tengo mi propio escritorio y ese sí está bien ordenadito.
–Mira Clara, no te pases de respondona conmigo nomás porque está aquí el ingeniero.
-¡Pasada yo! A ver ingeniero, a poco usted pone a Cristina a limpiarle el escritorio, a que no ¿verdad? agregó sin esperar respuesta. Mariano miraba al alcalde y a su secretaria sin atinar qué decir, inseguro de que el tono del intercambio fuese el del conflicto que parecía; en ese momento entró a la oficina el comandante sujetando por un brazo a Juvenal y dos policías detrás de ellos. El presidente y su huésped se pusieron de pié.
-Clara, déjanos solos y ciérrame la puerta, no quiero llamadas ni interrupciones de nadie, ¿me oyes?, instruyó a la chica en tono severo. Clara caminó airada entre los dos y sin decir palabra salió cerrando la puerta tras de sí con más fuerza de la necesaria. ¡Se acabaron las buenas secretarias! concluyó suspirando el profesor Grajales.

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